Historia de un alma

   En los días encadenados de vacío, vuelan a mi mente los recuerdos de los momentos en que fui feliz.
   Puede que aún no hubiese cumplido los 14. Acompañada por unas amigas corríamos por las calles a oscuras. Ataviadas por sólo el abrigo de unas capelinas. Reíamos como campanillas entre nosotras por lo extraño del momento, por el frío, porque sí. Llegamos a una casa de pueblo antigua. Apenas tenía fachada, pero al abrir la puerta se abría un mundo nuevo para todas. Las habitaciones eran enormes, los techo altos. Entramos en una habitación donde había unas escaleras hacia abajo. Bajamos por ella como piedrecitas, que bajan por un río sin saber lo que les espera… La escalera era estrecha y las paredes estaban cubiertas por espejos. De pronto me descubrí allí. Me abrí la capelina, que justo terminaba donde empezaban mis piernas. Era verde por fuera y violeta por dentro. De raso, suave, bella, como yo… Deje al descubierto mi cuerpo. Mi mirada se deslizó por mi piel bronceada… La sugerencia de la sensualidad en la forma de la pureza. Me senté para disfrutar del momento. No sé cuanto tiempo pudo pasar. Me despertó de mi letargo las voces de mis compañeras presumiendo de la capelinas. Yo simplemente cogí de la tienda de alquiler la última que quedaba. Viendo las suyas, supongo que mis divinidades ya eligieron la más hermosa por mi y la guardaron hasta que yo llegué. Entramos a un gran salón. Repleto de gente extraña. Se nos acercó la creadora de toda esta parafernalia y nos presentó a mucha gente. Me extraño encontrar conocidos allí. Pero no me dio vergüenza, a pesar de ser del grupo de las tres que iba de aquella pinta. Me divertía. Me sentía orgullosa porque era parte del espectáculo. Aunque no sabía muy bien de que iba. La organizadora nos hablaba alegre. Me tocó por debajo de la capelina… Supongo que quiso comprobar que habíamos cumplido el trato e íbamos desnudas en su interior. Pronto volvió con él. Era moreno, de ojos negros , fuerte… Era el deseado, el admirado… todas estábamos allí por él. La única vez que nos miró. La única prueba de que estábamos allí. Siempre estaba en la lejanía, rodeado de gente admirándole. Yo sólo podía adorarle así, en mi corazón, en mi cuerpo, casi llegaba a mi alma. Se me acercó un conocido que no sabía que hacer para complacerme. Ya estaba satisfecha sabiendo que era conocedor de que estaba allí por él.
   Sentadas en la calle mis amigas y yo, recordábamos la noche anterior. Éramos un grupo en que el centro era él… Que nos miraba desde lejos orgulloso. Mi ser se estremecía de placer de sentirme su esclava. La anfitriona se nos acercó. Nos preguntó que cómo nos sentíamos… Nos explicó entre risas que tendríamos que cuidarnos a partir de ahora. Al principio eran sonrisas pícaras, que acabaron siendo burlonas. Ninguna entendíamos nada. Nos mirábamos como si hablase otro idioma o desvariase. Eso fue su segunda pregunta: Que si nos sentíamos variadas, nosotras contestamos que no. De repente fue como si hubiese desconocido el mundo que hasta ahora conocía. Cómo era posible tanta barbaridad.,, Cambió como cambia el asesino que tiene atrapada a su presa y no necesita agradarla. A carcajadas nos explicó que nos crecería la tripa. Nadie dijo nada. Ninguna sabía que decir. Continuó diciendo que estábamos en cinta, pronunciando palabras en desuso por el paso de los años. Yo respondí que era imposible, que no me había acostado con nadie en la fiesta. Ella se enfadó respondiendo que me habían elegido uno de sus mejores asociados y que yo era tan necia, que lo había despreciado. Levantó su mano izquierda, irguiendo su dedo corazón. Soltando palabras, como si soltase por su boca fuego de desprecio hacia lo inferior. Me aseguró que hacía mucho que se conocía la inseminación artificial, antes que yo existiera. Cada vez entendía menos todo aquello. Mis amigas estaban como estatuas de hielo, que necesitaban de mis preguntas para que les diera el calor de mi aliento, con sus ojos me lo suplicaban. Le pregunté que quién iba a hacer semejante cosa. Entonces rió. Rió tan fuerte que envolvió mis sentidos, tan cruel que me atravesaba, tan despiadado que desgarraba. Lo miró. Luego nos miro a nosotras desde la distancia y supimos que era cierto.
   Pasé un largo viaje de divagaciones y conjeturas. La marea me alejaba de todo y de todos. Me mecía entre dudas. Qué sentido tenía aquello, porqué yo, con qué fin, porque empezó todo aquello. ¿Cómo no pude darme cuenta de que algo fuera de mi control me estaba atrayendo, usándome y destruyéndome?.
   Sentí la necesidad de encontrar una orilla. Tierra firme en la que alzarme. En la que sentirme segura. Que todo aquello estuviese lejos. Que nunca más se acercará. Me diera cobijo, me protegiera de todo mal, de toda posesión. Que me guiara por un sendero de tranquilidad, serenidad.
   Donde antes hubo una capelina, ahora había un hábito. Que me desligaba de la carne, de la catástrofe de lo inmundo y me prometieron un él, al que yo deseaba cada día abrir mi alma. Que me enseñara un mundo de luz, que me envolviese, saciando e iluminando mi camino. No dejando lugar a elucubraciones, su voluntad en mi. Enseñándome a perdonar, para poder perdonarme y que saciándome el espíritu no hallase una tentación a la que sucumbir. Alejándome del mal. 
   Estaba en mis quehaceres diarios. Junto al altar limpiaba una imagen. La anfitriona se acerco, como se acerca el viento frio del invierno, de repente, estremecedor. Intenté huir de su presencia… Me preguntó,  por qué no estaba embarazada. Que él estaba decepcionado conmigo. Todos los niños concebidos por él aquella noche se habían esfumado por mi culpa. Que todas habíamos sido escogidas vírgenes y que habíamos sido fecundadas en una luna especial, que todo había sido calculado durante mucho tiempo para que por mi culpa se estropease todo. Yo nada respondí. ¿Quién le había dicho que era virgen?. Acaso un pecado me había salvado de las garras del propio diablo.
   El pecho me ahogaba. Caí al suelo entre sollozos. A esto que unas hermanas acudieron a mi. Para ayudarme dándome consuelo. La anfitriona se fue hacia él, siempre rodeado de gente. Un enorme desconsuelo me ardía en el alma. Había renunciado a placeres que ya nunca conocería. Renunciado a él, que su sola presencia me llenaba de vida. Una pregunta golpeaba mi sien, cortaba mi aliento. ¿De verdad valdría la pena?. Lo único cierto es que desde entonces mi vida sólo tendría un sentido. Meditar a lo largo del tiempo sobre aquellos días, su influencia y luchar porque no me atrapase por los días de los días.    

     





Clara R. Sierra

Escritora

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